Siete sábados a la semana.
Manija en aislamiento.
por Jeremías Zapata
Licenciado en Ciencias Sociales (UNQ)
Hasta hace poco tiempo, las juntas barriales planificaban la semana de acuerdo a rutinas establecidas según responsabilidades y obligaciones principalmente laborales. De lunes a viernes trabajaban, y experimentaban los sábados como el momento para tomarse ciertas licencias. Pero debido al aislamiento social, preventivo y obligatorio, vieron algo diluidas tales distinciones. Así, se alteraron y potenciaron prácticas y relaciones que suelen establecerse alrededor de algunas drogas ilegalizadas.
En este sentido, a los fines de marcar un corte entre un antes y un después, metodológicamente decidí proceder de acuerdo al siguiente desplazamiento. Por un lado, a partir de haber experimentado situaciones que me permitieron reconstruir su cotidiano grupal a lo largo de los últimos años, abordaré de forma descriptiva un antes sostenido en prácticas colectivas que hacían un uso más o menos libre del espacio barrial.
Por otro lado, en base a diálogos personalmente establecidos con algunos de los miembros del grupo cuando nos encontramos realizando compras, o de hablar con ellos a través de medios virtuales, intentaré una aproximación a sus vivencias presentes, atravesadas por la imposibilidad de relacionarse cara a cara. Es decir, me arriesgaré a captar algunos de los efectos que el aislamiento social, preventivo y obligatorio, introdujo en sus prácticas y relaciones.
Febrero: allá a lo lejos
Los sábados recaen violentamente sobre los cuerpos-vagancia. Las ansiedades de andar resfriados (1) los atraviesan a fondo. Los llevan a recorrer a las patadas un adentro barrial que se transforma en calesita. Una vez activados por las ganas, regular los cambios depende de salir sorteados, o de encontrar la sortija antes de que la abstinencia los golpee con unas buenas trompadas de mal humor.
Así, agarran viaje a velocidades que desacoplan aún más sus subjetividades, ya de por sí bastante conflictuadas con los calendarios semanales del buen vecino. Y no hay calmate que valga. Dan vueltas zarpados en cargosos. Se ponen indisimulablemente insoportables. Re-manijas.
Desde las cinco de la tarde comienzan a girar por las mismas calles una y otra vez, creando surcos en el asfalto que bien pueden marcar el camino de la esquina al transa y del transa a la esquina. Un caminar que saca fichas ante cualquier mirada atenta. Barrio chico, infierno grande.
Se acoplan, se separan, se vuelven a juntar. Arriman unos pesos. Encaran dos, se quedan tres. Se impacientan. Se desconfían. Se desconocen. Manguean un envase. Queman un paragua. Esperan.
A todo esto, no pasan ni 20 minutos. Son las cinco y media de la tarde, y el chanta ya avisó que hasta las nueve no aparece. Entonces, dale mensajitos con otro Pablo Emilio que dice que hoy no juega. No les queda otra: tienen que esperar al que se hace rogar. Y por lo pronto, empiezan el tour del fiado: pinta una birra por acá, pinta otra birra por allá. Y como en un rato le deben a medio mundo, ya no pinta ninguna birra más.
De todas formas, el fiado la estiró hasta las siete. Ganaron tiempo y baranda a escabio. Nada mal. Aparte, enfrente suena Hermética y se empieza a poner la previa. La ronda amerita algo de humo nuevamente. Rastrean papelillos y arman un rejunte que los deposite en las ocho de la noche. Tarde larga.
“¿Ocho y media?”. Ahí andan. Enroscados. Ansiosos. Manijas. Pero igual se abren grietas para las risas. De todas formas, quedan espacios para el descanso por turno. Se acerca la hora y aluden a la movida.
— ¿Y, cuánto falta?
— ¿Viene él?
— Voy yo.
— A vos no te damos plata ni en pedo.
— Andá vos.
Nueve y cuarto. Al fin.
— ¿A dónde vamos?, ¿pieza o paredón?
— Paredón un rato. Después pieza porque me persigo.
— No. Paredón porque este quiere salir a cada rato. Quiere birra, quiere cigarro, quiere todo. No le alcanza nada.
— No. Pieza porque aquel bardea y se pone denso con la gente que pasa.
— Bancá. Ya te bajaste media bolsa solo.
— Esta la compré yo.
— Bueno. Metetela en el orto.
— Dejalo que se vaya.
— Siempre soga vos. Y siempre mezquino.
— Vamos a la pieza.
— Vamos al paredón.
— Bueno. Yo me voy a la mierda.
— Sí. La vieja.
Se acabó lo que se daba. Unos tiritos y después a mirar el techo. Espero que les quede alguna clona, porque sino, a escuchar los pajaritos.
Abril: interminable
La brújula semanal perdió su norte. Mejor dicho, señala sures en todas direcciones. Otra vez es sábado para los vagos, como lo fue ayer y lo será mañana. Así lo sienten en el cuerpo. Los abraza la densa nube del tedio. La empalagosa rutina de la nada los invita a carburar desordenadamente. La ansiedad, en estos tiempos, hace acto de presencia sin presentarles posibilidades de sobrellevarla vagando por ahí. Se sabe: #QuedateEnCasa.
Pero casa los asfixia. Con el correr de los días, ya no hay paredes que puedan caminar. Gastan los pocos revoques, que no fueron hechos a prueba de horas infinitas. Y el techo, además, se les viene encima. A veces de a pedazos. Y esquivan los escombros en refugios virtuales: vínculos que así como vienen, también se van. Otras veces, se les derrumba entero, y ahí no hay serie, música o libro que los resguarde. No les queda otra: o salen corriendo o los aplasta la manija. ¿Dije techo? Perdón. Las altas ganas.
“¿Las dos de la tarde?” Qué difícil este sábado. Así de difícil se les hizo también el sábado de ayer; y andá a saber qué onda el de mañana. Pero ayer fue ayer. Y mañana es mañana. Les toca transitar el sábado de hoy. Tienen que pintarlo de verde y blanco, porque sino, se les pone color manija y ese tono no lo quitan más. Ni obligándose a la siesta.
Por suerte para ellos, aislamiento y tiempos de cosecha coincidieron. Comparten flores.
— ¿Estás?. Pasame un fino.
— Vení para la esquina y te lo tiro desde la terraza.
— Bancá que agarró barbijo y DNI.
— Sí. Mirá que te levanta la gorra y fuiste.
Cruza rápido. Se camufla entre los micros. Porque perseguido, las distancias se le acrecientan. Como se le acrecientan las ganas de fumar. Ida al trote y a la vuelta nitro.
Armar y mandar mecha. Quizás, colgarse acelere el tiempo. Tal vez, volar suspenda la gravedad. Vaya paradojas: tildarse para empujar las agujas del reloj; elevarse para bajar de las paredes. En fin, reconstruir el techo desde la cama será la distracción.
Cuatro de la tarde. Una peli y dos discos. Nada mal. Y en eso, por la ventana vislumbra al zarpado que se mandó a mudar y se arrima paranoico. Cinco cuadras apurando el paso. De caminar eléctrico. Vendido a mitad de precio. Regalado, mejor dicho. ¿Un valiente? ¿Un irresponsable? Lo dejamos en manija.
Y ahí viene el chabón. Mirando para acá. Mirando para allá. Deteniéndose en cada esquina. Escondiéndose detrás de cada árbol. Como si la cara de “salí para romper las bolas” y la capucha lo invisivilizaran, llega hasta la vereda de la casa de su amigo y golpea la ventana. Chocan codos y entre ellos se comen la cabeza.
— No puedo más. No me aguanto ni yo.
— ¿Y qué onda?.
— Llamalo. Rescaté para una.
— Me fijo si llego para otra.
Y así, se funden en peligrosas complicidades. A todo o nada. Ya fue. La ansiedad los enroscó hacía la aventura. Así las cosas: que se curta #QuedateEnCasa.
Ningún patrullero los interceptó, pero qué susto se pegaron. Corrieron de lo lindo.
«¿Que si duró bastante? ¿Que si valió la pena?».
Cinco y media y taza, taza. Otra vez, las paredes. De nuevo el techo.
JEREMÍAS ZAPATA
Licenciado en Ciencias Sociales (UNQ). Integrante del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre Violencias Urbanas (LESyC – UNQ). Su tesina de grado «Entre el don y el ventajeo. Motivaciones, prácticas y relaciones alrededor de usos de drogas ilegalizadas. Una etnografía en un barrio del conurbano bonaerense durante 2017 y 2018» mereció las máximas calificaciones del jurado.
(1) Es preciso señalar que tanto las palabras propias de los códigos barriales y aquellas utilizadas en doble sentido, no serán aclaradas. Tal decisión se debe a las intenciones de abrir abanicos de posibilidades interpretativas. Además, las palabras aquí utilizadas son en acto, es decir, se entienden en contexto.