Instantáneas sonoras.

Apuntes sobre los usos de la música y las vidas de los músicos durante la cuarentena

por Martín Liut
Docente e investigador, Escuela Universitaria de Artes – UNQ
Facultad de Filosofía y Letras – UBA

 

La clase de piano de Felipe - Foto: Lorena Verzero
La clase de piano de Felipe – Foto: Lorena Verzero

Felipe (8 años) está sentado delante del piano en nuestro living. Mira para el costado, hacia la banqueta donde está apoyada la computadora desde la cual toma una clase con Agustín Valero. Agustín estudió composición en la UNQ y es actualmente profe en el Ciclo Introductorio de la Escuela Universitaria de Artes. Le está pasando a Felipe los acordes para tocar Let it be, de Los Beatles.

Le enseña ese tema justo la semana en que, a través de la misma computadora, me había contactado con mis estudiantes de “Historia de la música y la tecnología” para hablar del cuarteto más famoso de Inglaterra. Sucede que es la primera vez que se dicta esta materia y con este enfoque: por eso también es la primera vez, en los 20 años que llevo como docente en la UNQ, que doy una clase sobre Los Beatles

Let it be, qué alegría y qué orgullo de padre. Eso sí, me tuve que imprimir la letra para poder cantar sin caer en una versión capussottiana, porque… ¿cuántos de nosotros le prestamos atención a las letras de temas en otro idioma? Gregorio (15 años), que también tomó clases con Agustín, ahora está estudiando contrabajo, de modo que si me sumo con la guitarra, no seremos el cuarteto de Liverpool, pero al menos nos alcanza para Trío de Flores. Hacer música con tus hijos —porque sí, como jugar a las cartas o a la pelota— en este contexto de cuarentena: me siento un privilegiado.

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No todos saben “tocar música”, pero en cambio todos sabemos “hacer cosas” con la música, como fue estudiado, por ejemplo, por Tia DeNora en su libro Music In Every Day Life. No creo equivocarme demasiado si apuesto a que la música está aún más presente en éstas, nuestras vidas en cuarentena.

Usamos a la música para cantar, para bailar, para hacer ejercicio, para leer, para cocinar, para lavar los platos, para limpiar los pisos, para tomar una copa de vino, para llorar tirados en un sillón. No hace falta hacer estadísticas para saber que, además, muchas y muchos añoramos la música para caminar, para viajar. O salir para encontrarnos con ella en un concierto, un boliche, una fiesta.

El poder de la música es vasto y complejo, tanto como sus posibles usos. Como un arte performático producto de una cadena de mediaciones, tal como lo plantea el sociólogo Antoine Hennion, la música puede transformarse en una herramienta tanto para la auto-afirmación identitaria, como para configurar estereotipos (por ejemplo, de género). También para establecer jerarquías y, con ellas, contribuir a la desigualdad social. Lo sabemos desde Platón, cuando “alertaba” sobre el poder político de la música. Tomamos real dimensión de la potencia y la complejidad de la música en nuestras vidas presentes gracias a la convergencia de la revueltas disciplinares de la nueva musicología (la del primer mundo, pero también la latinoamericana), con los nuevos abordajes de la sociología de la cultura, la antropología, los estudios culturales y la filosofía.

En cuanto a las tecnologías que nos permiten acceder a las músicas, nuestro presente es oceánico. En el celular, en la compu, en los equipos de música, desempolvando CD’s y, quienes aún los tienen, viejos LP en vinilo, la pandemia nos da tiempo para constatar, si queremos, la disponibilidad infinita de las más variadas producciones musicales..

Hoy es posible refugiarse en las músicas más difundidas del presente, tanto como las de cada uno de nuestros propios pasados, pero también salir al encuentro, quedándonos en casa, de las músicas más inverosímiles, lejanas y ajenas. Como un fruto de estas posibilidades, tanto de conexión con otros como de encuentro con oportunidades exóticas, puede entenderse el curioso aprendizaje del fagotista platense Eduardo Rodríguez. Él es un músico notable y curioso que, en los tiempos de la cuarentena, completó su aprendizaje de las artes del Konnakol: un tipo de complejísima e hipnótica combinación rítmica de la voz y las manos, oriundo de la India.

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Mientras hacemos honor a aquella frase de Nietzsche —“La vida sin música sería un error”— no está demás intentar algunos apuntes sobre cómo los propios músicos están (estamos) viviendo esta pandemia. La cuarentena ya nos consumió todo el otoño y admite periodizaciones internas. Los textos de Sopa de Wuhan fueron escritos en febrero y comienzos de marzo; los de La fiebre, alrededor de abril. Yo escribo al finalizar junio, cuando se asoma el final de este cuatrimestre extra-ordinario. Mientras soñamos con salir, la vida hogareña, para los que tenemos profesiones que así lo permiten, se reconfiguró y adaptó a estas condiciones.

Los profes damos clases, los estudiantes estudian. ¿Y los músicos? Después de un primer período de estupor muchos músicos buscan cómo seguir haciendo lo que saben. Según el tipo de música que toquen, la cuarentena les presenta desafíos diferentes.

Ernesto Jodos, uno de los más grandes pianistas de la escena de jazz argentino actual comentaba en sus redes lo mucho que extrañaba la cotidianidad de tocar con otros, a diario. Claro está, Jodos puede sentarse en su piano, pero el jazz es una práctica eminentemente colectiva, en donde la improvisación se construye y enriquece a partir del vaivén de energías e ideas desplegadas por todos los participantes. A modo de consuelo, así como proliferan los “desafíos” a postear 10 tapas de discos, libros o películas, surgieron propuestas de subir improvisaciones de un minuto. El efecto es que se van multiplicando soliloquios sucesivos, en lugar de ensambles simultáneos.

https://www.facebook.com/ernesto.jodos/posts/1894110760724031

Proliferan los videos que recuperan la simultaneidad perdida, pero se trata de una ilusión técnica. En esos cuadros tipo Zoom vemos y escuchamos dúos, tríos, cuartetos, coros y hasta orquestas sinfónicas tocando “todos juntos”, pero desde sus casas. Las comillas en “todos juntos” valen, aquí, para recordar que es una ficción: esas músicas “en simultáneo” son el resultado de una sucesión de grabaciones, hechas individualmente.

Si se trata de músicos profesionales y habituados al estudio de grabación, seguramente todos tocaron escuchando un clic de un metrónomo que los reguló y unificó. Si son músicos menos experimentados, tal vez hayan tocado a partir de una base musical inicial realizada por los más avezados, lo que les permitió “sumarse” por capas hasta alcanzar el resultado final. .

Si bien se empatiza inmediatamente ante el esfuerzo por seguir haciendo música, un oído avezado escucha el artificio, a veces en la falta de interacción propia del “vivo”, como cuando Mercedes Sosa se adelantaba un poquito en La arenosa para ver si Domingo Cura la seguía en el juego. Pero se entiende el juego: los intérpretes pasan el tiempo haciendo esta música deslocalizada y de tiempos sucesivos múltiples, esperando por el reencuentro colectivo, con sus colegas y con el público.

Hay quienes consiguen hasta jugar con lo insólito o —tal vez nunca mejor dicho — lo inaudito de la situación. Los músicos de la banda que acompaña las presentaciones del norteamericano Jimmy Fallon, por ejemplo, le encontraron una vuelta de tuerca digna de los instrumentos “cotidiáfonos” de nuestro jardín de infantes, o de los instrumentos informales de Les Luthiers. Por ejemplo, al interpretar Don’t stand so close to me, ( título más que significativo para la ocasión: ¡“no te pares tan cerca de mí”!) con el propio Sting cantando a dúo con el presentador, los músicos muestran, de paso, que son unas bestias musicales capaces de ponerle onda y ritmo a tijeras, al juego “cuatro en línea”, a una almohada o a un par de zapatillas.

En ese sentido, las canciones forman parte de un inmenso archivo cultural, un arcón de la memoria que nos permite dotar de nuevos sentidos a viejas canciones. Incluso a canciones objeto de disputas y dudas, como es el caso de Aurora, esa canción escolar para izar la bandera que divide aguas entre los que la recuerdan con cariño por la infancia y quienes la asocian a la disciplina marcial de la escuela, o al uso dictatorial de los símbolos patrios.

En cualquier caso, esa canción que nació como aria de ópera reaparece en este 20 de junio y queda resignificada por el simple, pero potente hecho de ser interpretada por mujeres (Lula Bertoldi, Paula Maffia, el rapeado de La Kabronx). Aurora es despojada así del recuerdo marcial, producto de aquellas grabaciones de bandas militares que, haciendo honor a su origen, solían ejecutar músicas, antes que interpretarlas.

La cuarentena también posibilita reencuentros que la distancia geográfica hacía suponer imposibles. Es el caso de Edgardo Palotta, histórico profe de música de la UNQ que se puso a tocar Vroom, de King Crimson en un cover hecho entre músicos que viven cerca de la universidad, con dos músicos que hoy viven en Londres. Desde allá Juan Gasco y Herman Ringer, más acá Palotta y Alex Uriarte que, para más datos, forma parte del equipo de trabajo de la Biblioteca Central Laura Manzo, de la UNQ.

Al principio de la cuarentena todas estas músicas zoomizadas se hicieron sobre repertorios previos. Pero el tiempo corre y algunos músicos se lanzan a componer en pandemia. Es el caso de Divididos, que primero subió videos con sus temas clásicos interpretados en su formato habitual de trío y, luego, invitando a colegas para Sábado. Pero estos días se despacharon con un estreno: Insomnio. Por su parte WOS salió con un EP con cuatro temas nuevos “creados y producidos a la distancia durante esta cuarentena”. Se ha mencionado en las redes que las epidemias y sus cuarentenas fueron oportunidades que artistas y científicos aprovecharon para hacer nuevas obras. Seguramente hay quienes lo hacen, pero prefieren no subirlo a las redes. Nuevo dilema: ¿mostrar ahora? ¿esperar a que pase el temblor?

Mientras tanto en Europa se empieza a ver como sería el futuro próximo de las vuelta a la vida del concierto “in situ”. Hay un video extraordinario de Martha Argerich tocando en la sala sinfónica de Hamburgo la Sonata para piano N.º3 de Chopin. La increíble pianista es famosa por evitar los conciertos solistas: a pesar de su fenomenal capacidad artística no soporta la tensión de ponerse al hombro todo el peso del devenir musical y, por eso, toca con orquestas, grupos de cámara, en un mismo piano a cuatro manos, pero casi nunca hace recitales de piano solo.

Martha Argerich en Hamburgo, fin de concierto.
Martha Argerich en Hamburgo, fin de concierto | Captura de pantalla

Sin embargo, en cuarentena volvió para tocar sola en una sala, sin público. Argerich entra a una sala que, aunque no se muestra por las cámaras, se escucha vacía. Producto de la costumbre, o por el contrario, señalando la extrañeza del momento, Martha mira para la platea vacía antes de comenzar a tocar durante media hora la sonata del compositor polaco. Más extraordinaria, aún, es cuando termina y saluda: “¿a quién estoy saludando?«, parece preguntarse. Argerich está cumpliendo con el ritual de todo concierto, buscando a los que miran a través de las cámaras, atravesando esa platea vacía. Hay quienes dicen que la música de concierto es una especie en extinción. En esa mirada perpleja de Martha, una mirada que ella se ocupa de hacer ostensible, transita la angustia de una de las músicas más fenomenales y sensibles del planeta.

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Para la hora de acompañar a dormir a mis hijos más pequeños armé una playlist en Spotify, que pensé iría ampliando pero quedó tan cerrada que se repite en loop, noche de por medio. La comparto no porque crea que sea útil para todos, sino para seguir aportando músicas a las que, tal vez de otro modo, uno no se encontraría. Lo hago pensando que mientras mis conocimientos musicales me permiten saltar las vallas que compartimentan plataformas musicales varias, ¡me tropiezo con todas en el caso de Netflix!

La playlist tiene dos momentos: empieza con Los Beatles y sigue con algunas canciones infantiles y de cuna. Luego, pasa a piezas para piano solo, para detener la voz y la palabra, quedándonos sólo con la música: Schumann, Ravel, Chick Corea y, para cerrar, el Negro Aguirre con su bellísima Canción de cuna costera. A veces hace falta repetir parte de la lista y eso nos llevó a ver videos para que conocieran cómo eran Martha Argerich o Bola de Nieve, porque la lista incluye su deliciosa versión de Drume Negrita.

Al día siguiente, los algoritmos de Spotify dudan ante semejante amplitud genérica de nuestra playlist. Mis escuchas cotidianas, como se habrá notado, también contribuye con inmersiones de todo tipo en la que se entremezclan la escucha “porque sí”, con aquellas sobre las que estoy haciendo algún trabajo de investigación, más las que van y vienen con familiares, amigos, becarios y colegas. La respuesta de Spotify es proponerme, no uno sino cuatro o cinco, “mix diarios”, segmentados por género: uno de jazz, otros de rock, clásica, contemporánea, trap, cumbia, etcétera. Y en esos momentos, no puedo dejar de preguntarme: ¿los compartimentos estancos son nuestros o de los programadores?

 


Martin Liut | Foto: Natalia García
Foto: Natalia García

MARTÍN LIUT
Martín Liut (1968) es músico, docente e investigador. Es Profesor Asociado en la Escuela Universitaria de Artes (UNQ), donde dicta diferentes asignaturas del área de música, y JTP en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). En la UNQ dirige el proyecto de investigación «Territorios de la música contemporánea argentina, etapa 2» (TEMAC). En el marco de este proyecto fue coeditor y coautor del libro Las mil y una vidas de las canciones, editado por Gourmet Musical (2019). Es autor de obras para instrumentos diversos, música de cámara y escénica como así también de creaciones en Arte sonoro.