Los alimentos y la malnutrición en la pandemia.

El riesgo de profundizar las desigualdades

por Luis E. Blacha
IESCT-UNQ/CONICET

 

El aislamiento social, preventivo y obligatorio dispuesto por el Poder Ejecutivo Nacional el 20 de marzo de 2020 apela a una categoría sociológica de mediados de la década de 1980: el riesgo. Es un concepto acuñado por Ulrich Beck para analizar las consecuencias del accidente nuclear de la central Vladimir Ilich Lenin en la ciudad de Chernobil que va a poner en cuestión la noción de bienestar desarrollado por la Modernidad. La propuesta original de Beck tiene un carácter “democratizador” donde todos los individuos que habitan en las sociedades de finales del siglo XX pueden ser entendidos como potenciales víctimas de un gran número de riesgos: invisibles, acechantes, latentes, omnipresentes.

Esta versión inicial del riesgo fue fuertemente cuestionada desde distintas disciplinas y su autor incorporó la desigualdad como una característica del concepto porque, si bien afecta a todos los actores, no lo hace de la misma manera. Se potencian las desigualdades sociales preexistentes porque las herramientas para combatirlo van a ser distintas según los diferentes actores. El riesgo también cuestiona el rol social de las instituciones y el impacto de las individuales acciones en el entramado social porque el Estado de Bienestar no siempre puede implementar soluciones viables en este escenario. Es así como la propuesta neoliberal de finales del siglo XX coloca al individualismo en un lugar destacado de la escena política, económica y cultural como la forma de acallar la presencia del riesgo. Una respuesta que para inicios del siglo XXI ya se había mostrado como ineficaz pero que, en algunas cosmovisiones políticas, todavía sigue presente.

La coyuntura actual agrava una de las consecuencias silenciosas y omnipresentes de este neoliberalismo: comemos mal. Transformaciones que pueden rastrearse en todo el proceso socio-productivo relacionado con los alimentos, del campo al plato. Del monocultivo como uso del suelo imperante al excesivo procesamiento de unas pocas materias primas hay pérdida acelerada del vínculo social con los alimentos que promueve una de las formas más importantes de desigualdad en la sociedad argentina del siglo XXI. En un país que produce calorías suficientes para sostener 10 veces a su población, no todos pueden alimentarse. La situación es aún más preocupante si el foco de análisis pasa de los aspectos energéticos a la calidad nutricional porque la desigualdad es mucho mayor: a medida que se reducen los ingresos aumenta el consumo de productos azucarados. Son calorías vacías, casi sin valor nutricional, que permiten explicar el surgimiento de los “gordos del hambre” como un fenómeno característico de este siglo.

Las calorías son un descubrimiento de finales del siglo XIX y expresan la cantidad de energía necesaria para elevar 1 grado (1 ºC) la temperatura de 1 kilo de agua. Esta medida energética dice muy poco sobre el impacto de los alimentos en el cuerpo de quien los ingiere. Además permite unificar a hombres, animales y artefactos cuando los estómagos humanos van a competir con el de los rumiantes por el acceso a esas calorías como fuente energética. Una racionalidad que incrementa la desigualdad, tal como sucedió en 2007-2008, cuando los biocombustibles también disputan estas calorías para alimentar, en este caso, los motores. El incremento en el precio de los alimentos dificulta su acceso a las poblaciones más vulnerables del mundo, aquellos que viven con menos de 1 dólar diario. Una coyuntura donde el carácter explicativo del riesgo también adquiere importancia, tal como sucede en 2020 con el avance del COVID-19.

El riesgo incluye tanto a quienes comen lo que pueden (cuando pueden) y a aquellos que pueden elegir su alimentación. Como ambos actores no son afectados de la misma manera, surge un nuevo tipo de desigualdad social: la nutricional. Diferencias que se reflejan en los cuerpos, la salubridad y la calidad de vida de los comensales. Comer barato va a significar la ingesta de grandes cantidades de grasas, azúcares y sodio, que actúan como conservantes pero que también apelan a los mismos neurotransmisores que algunas de las drogas más adictivas. Además la carencia de fibras, que se pierden en el excesivo procesamiento de los alimentos, va a acelerar la digestión para que una vez convertidos en tejido adiposo vuelva a aparecer el hambre. Hay entonces una retroalimentación en donde el comensal come lo que puede pagar y su paladar se adapta a un universo alimentario acotado por los ingresos económicos.

Los alimentos pasan a estar diseñados para gustar, adaptándose al paladar del comensal para incrementar su consumo. Por un lado surgen alimentos baratos, no sólo por su accesibilidad sino por sus bajos requisitos de conservación y cocción, que van a destacar el vínculo entre bajos ingresos y calorías vacías desde el punto de vista nutricional. Por otro, aquellos individuos que pueden elegir su dieta también van a actuar en una coyuntura limitada. No sólo por cuestiones de precio sino porque los cambios en la forma de trabajar la tierra van a promover un tipo de producción intensiva en detrimento de la variedad de especies y cultivos. El riesgo se hace presente porque surgen nuevas formas de relacionarnos con los alimentos donde el comensal pasa a ser interpretado como ser aislado. No sólo se aleja de sus pares sino que hay un fuerte distanciamiento respecto del productor, que fortalece las intervenciones de los procesadores y distribuidores de alimentos. Son estos últimos quienes van a determinar qué comemos porque influyen tanto en los usos del territorio como en la oferta disponible.

Las cadenas agroalimentarias van a interpelar tanto a los consumidores pobres como a los ricos y para cada uno de ellos van a generar un producto. Como sus funciones sociales, más allá de la diferenciación, parecieran estar ausentes, no sería adecuado referirse a ellos como un alimento sino que son materias primas procesadas excesivamente para enamorar a los distintos paladares. Es una ilusión de abundancia generada a partir de unos pocos componentes que lleva a la subjetivación del vínculo con los alimentos y promueven las desigualdades nutricionales que explican la convivencia del hambre con el exceso. Tal como sucede en las regiones más postergadas de Argentina donde se presentan índices más altos de desnutrición pero también los de malnutrición por exceso. La obesidad y la baja talla son parte de un paisaje donde la “normalidad” actual es un proceso acelerado que pareciera borrar todas las huellas precedentes. El desafío es pensar por fuera de la oferta de las actuales cadenas agroalimentarias porque, a diferencia de la catástrofe, el riesgo puede ser anticipado.

Si esta es una situación de injusta “normalidad”, la coyuntura que presenta la pandemia del COVID-19 va a agravar más las desigualdades porque desnuda una racionalidad que vincula al agronegocio con la degradación de la dieta. El riesgo permite destacar el carácter social de estas transformaciones que afectan, en mayor o menor medida, a todos los actores sociales. Ante la crisis se apelan a las herramientas disponibles para buscar alimentos y se recurre a las prácticas y los canales ya conocidos sin ponderar las desigualdades que éstos originan. El aislamiento social preventivo y obligatorio va a promover un regreso de los argentinos a la cocina, tal como refleja el incremento del 60% en el consumo de harina y el 40% en el de huevos (FADA, 2020). No hay que olvidar que no todas las cocinas son iguales tanto en infraestructura como en los alimentos que pueden cocinarse en ellas.

Mientras un gran porcentaje de la población recurre a los únicos elementos en los que confían y a los que pueden acceder -fideos, arroz, polenta, azúcar, aceite- otros innovan con bolsones orgánicos (con o sin certificación), de hortalizas con tierra -para darle más realismo- y aceptando unas condiciones -de precios, de elección de variedades, de modos de distribución- que difícilmente puedan mantenerse una vez terminada la cuarentena. Un fenómeno que pone en cuestión la Ley de Engels del siglo XIX en donde la parte del ingreso destinada a mejores alimentos sólo crece hasta determinado nivel de ingresos, luego tiende a reducirse porque es posible acceder a otros bienes y porque surgen nuevos gastos. Un abordaje que pareciera no considerar los elementos culturales involucrados en la conformación de la dieta así como las divergentes estrategias utilizadas por los comensales para “comer bien”.

Si se realiza un abordaje crítico de nuestro vínculo con los alimentos, la pandemia también puede ser el contexto ideal para modificar la dieta a partir de una mejor aprovechamiento de los recursos -económicos, temporales, culturales- dedicados a ella. El alcance de esta transformación va a estar delimitado por el diálogo que puedan establecer los comensales con los distintos productores agroalimentarios. Los alimentos deben volver a ser una co-construcción entre productores y consumidores donde los intermediarios se focalicen en la inocuidad, la variedad y el menor impacto ecológico, no en generar perfiles diferenciadores que extienden de generación a generación las asimetrías sociales. El eje del debate debe pasar de las calorías a los nutrientes para que el salto en la cantidad de comida por hectárea que promueven los avances en la agricultura desde finales del siglo XX también puedan incluir la calidad nutricional.

En los últimos 20 años, el maíz se convirtió en la forma más barata de producir calorías. Lo mismo sucede con la soja para las proteínas. Lo que estos indicadores no muestran es el rol nutricional que juegan ambos productos en la distintas dietas alrededor del mundo. El aceite de soja es la sexta comida más consumida a nivel global y el maíz es utilizado en los productos más diversos, de edulcorantes a recipientes. Ambos cultivos son también los motores principales de las transformaciones corporales de la población. En la actualidad el 67,9% de los argentinos adultos padecen exceso de peso (ENNyS 2, 2019), convirtiendo a la obesidad en un problema social que refleja las desigualdades imperantes. El problema no es sólo el acceso a los alimentos sino qué tipo de alimentos componen la dieta.

En la actualidad se pueden comprar 6 veces más calorías por peso invertido en alimentos ultraprocesados que en hortalizas. Diferencia que se explica porque los alimentos ultraprocesados suelen tener bajo contenido de fibra pero son altos en grasas y azúcares por lo que contienen muchas calorías en poco volumen. En contrapartida, una hortaliza en pocas calorías tiene muchos minerales y vitaminas. Las calorías “baratas” están diseñadas para gustar porque la industria alimentaria termina diseñado a su propio comensal. Tal como sucede con el riesgo, hay una supuesta democratización en adaptarse al gusto de quien los ingiere pero es un paladar construido a partir de una oferta muy limitada. En esta reducción del carácter omnívoro de la dieta es que se hacen presentes las desigualdades nutricionales donde el acceso no es sólo por cuestiones económicas sino también influyen los vínculos sociales, culturales y políticos. Por este motivo no siempre es posible “votar con el tenedor” para cambiar las cadenas agroalimentarias sino que es necesario un abordaje crítico del vínculo con los alimentos, donde la cocina sea abordada como un ecosistema donde es clave la relación entre sus componentes.

En la coyuntura de la pandemia, las dificultades de acceso a nutrientes se incrementan porque se reducen de forma acentuada los ingresos. Hay que buscar alternativas que acerquen a los productores con los consumidores, en un proceso de co-construcción del vínculo con los alimentos. Un proceso donde también son necesarias las transformaciones institucionales como un marco que potencie el diálogo entre los distintos actores, más allá de sus asimetrías. La designación de un dirigente de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) a cargo de la presidencia de la Corporación Mercado Central de Buenos Aires, institución que procesa mensualmente 106.000 toneladas de frutas y verduras, permite una cuota de optimismo en la resignificación social de la dieta. La contracara de este avance para la canalización de los alimentos cultivados por los pequeños productores es la explosión en la demanda de los bolsones orgánicos entregados en nodos o a domicilio que, en muchos casos, suponen el reemplazo de unos intermediarios por otros pero no valorizan el esfuerzo de la agricultura familiar pagando precios justos.

Hay cambios con permanencias, y permanencias con algunos cambios, en la actual coyuntura alimentaria. Lo positivo es que, en el contextos de aislamiento y de una nueva organización de los tiempos, los alimentos cobran un lugar de reflexión destacado más allá de su acceso. Desde la universidad pública, como usina de conocimiento, es necesario destacar la importancia de un abordaje crítico en estas maneras de pensar SOBRE y CON los alimentos. Desde plantearse cómo lograr promover una dieta variada, omnívora CON los elementos disponibles pero también reflexionar SOBRE cómo se producen, distribuyen y procesan los componentes de nuestra dieta. El desafío es dejar de pensar en energía (calorías) y abordar la calidad (nutrientes). El aislamiento social preventivo y obligatorio se convierte en una ocasión para que, al menos, no se sigan incrementando las desigualdades nutricionales si la preocupación de todos los actores involucrados -consumidores, productores, intermediarios y Estado- se focaliza en reconstruir el vínculo social con los alimentos. La clave está en no buscar soluciones mágicas en ninguna parte de la cadena productiva sino apelar a la biodiversidad, la dieta omnívora y el acceso a los nutrientes para revertir una de las desigualdades más acuciantes de la crisis de 2001.

 


LUIS E. BLACHA
Doctor en Ciencias Sociales (UBA), Magister en Ciencia Política (IDAES/UNSAM), Licenciado en Sociología (UBA). Profesor Adjunto Regular del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Quilmes e Investigador Adjunto en CONICET. Director del proyecto I+D “El poder de la dieta: una respuesta sociológica a las desigualdades nutricionales. El caso de la Súper Sopa en un contexto obesogénico”. Miembro del Programa I+D  UNQ “Estudios Sociales en Ciencia, Tecnología, Innovación y Desarrollo”.


 

Bibliografía mínima de referencia:

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